lunes, 27 de julio de 2009

EL VIAJE DEFINITIVO DE JAIME MEJÍA DUQUE

Reconstruyo ahora el año de 1973 en Ibagué cuando invitamos al ya connotado ensayista Jaime Mejía Duque. Vino con su calidez de siempre a desarrollar un intenso seminario sobre literatura rusa durante una semana. Para entonces nos habíamos organizado los profesores de literatura de varios colegios y los estudiantes de la materia en la Universidad del Tolima. Traíamos por nuestra cuenta grandes figuras de la crítica y escritores paradigmáticos que conversaran con nosotros y nos contaran de su experiencia con la enseñanza, los libros, la creación y los viajes. Inclusive fundamos una librería en un local amplio e independiente que nos cedió papá de su almacén de muebles en la carrera quinta con catorce. Fue un epicentro académico que sin aspavientos cumplía la tarea de promover el amor a la lectura en nuestros estudiantes, cuando gente como yo cruzaba apenas la barrera de los 26 años. Esa semana el maestro nos impactó por su sabiduría y nos dejó enganchados para leer lo que no habíamos leído de los clásicos rusos. Después fue usual invitarlo cada cierto tiempo y con frecuencia nos tropezábamos en encuentros de escritores, en mesas redondas, en lugares de tertulia en Bogotá. De aquel episodio inicial a hoy han transcurrido 37 años. Por marzo de 2008 cuando lo visité en su casa en compañía de Álvaro Medina, expresó su gusto porque su primera novela en Colombia apareciera en la colección que Pijao hizo de 50 autores nacionales. Fueron varias horas escuchando su voz cadenciosa, sus recuerdos de Aguadas en Caldas donde había nacido en 1933 y la grata estación en su biblioteca donde nos fue mostrada una colección de por lo menos doce libros inéditos. Se trataba de un trabajador incansable y apasionado cuya vida entregó a la docencia, la edición de libros, la escritura de artículos para diversas revistas de América Latina y el oficio de conferencista con embrujo porque era un intelectual profundo y analítico. Esa vez nos dijo que estaba cansado del mundo andino donde sólo las montañas estaban al frente y que en algunas semanas se trasladaría a Santa Marta del todo porque deseaba ver el mar en forma permanente. Allí murió de un infarto fulminante interrumpiendo su existencia el viernes a los 76 años. Desafortunadamente, como me lo señala Cecilia Caicedo en un correo de respuesta sobre la noticia que difundí entre mis amigos escritores, como aquí la cultura no tiene registro, mueren escritores sobresalientes y no pasa nada. Pocos medios hicieron eco a la noticia suministrada en primicia por el escritor y periodista Gustavo Álvarez Gardeazábal, a través de "La Luciérnaga", de la cadena radial Caracol. De todos modos en los círculos de la intelectualidad se deploró profundamente su desaparición. El escritor y crítico literario caldense, abogado y catedrático universitario fue colaborador de suplementos literarios de El Tiempo, El Espectador, El Colombiano y La Patria. Entre sus obras figuran Literatura y realidad, Mito y realidad de Gabriel García Márquez, La Vorágine o la ruta de la muerte, narrativa y neocoloniaje en América Latina, El otoño del patriarca o la crisis de la mesura, Contraseña, Isaacs y María, El hombre y su novela, Ensayos, La narrativa de Manuel Cofiño, Bernardo Arias Trujillo: el drama del talento cautivo, Tomás Carrasquilla, El nuevo Diógenes y otros poemas, Los pasos perdidos de Francisco el Hombre, Evocación de Azorín. El crítico independiente y certero perteneció al grupo de Consigna junto a Jorge Mario Eastman y Darío Ortiz Vidales y fue en la Cámara de Representantes el artífice de la Colección Pensadores Políticos. Su inesperada muerte nos priva de un contertulio inigualable, un hombre bueno y un intelectual que sin alardes demostró su saber intelectual.

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