lunes, 12 de octubre de 2009

GRANDES FOTOGRAFÍAS EN LA HISTORIA

Todas las grandes fotos de la historia tienen que ver con la tragedia. Pareciera que los rostros felices estuvieran condenados a convertirse en marginales. Hace poco me llegó un correo con una excelente antología que me confirma en la opinión. Por ahí desfilan lo ojos esperanzados de Omaira como una víctima de la tragedia de Armero, un amplio llano con los cadáveres de los soldados en la guerra civil americana de 1863, el linchamiento de dos negros que fueron sacados de la cárcel en 1930 o las fotos de propaganda Nazi con sus enormes ejércitos y sus símbolos en 1934. Pero por encima de las panorámicas está el retrato de una mujer desconsolada con la mano en la cara y su niño en el hombro cuando la gran depresión de 1936. No falta la más famosa imagen de la Guerra Civil Española en ese mismo año cuando un soldado solitario mira la llanura desde la montaña o el desastre del Hinderberg en 1937 hundiéndose en medio de llamas sobre un mar oscurecido. No falta la expectativa de soldados en movimiento cuando el famoso desembarco de Normandía en 1944 ni la imagen que dio la vuelta al mundo cuando terminó la guerra en 1945 y un pequeño grupo de solados llenos de barro plantan la bandera en la cima de una montaña. Ahí también se encuentra la protesta por la represión vietnamita del budismo con gente auto incinerándose y la ganadora del Premio Pulitzer contra la guerra del Vietnam, precisamente al captar la ejecución de un niño guerrillero del Vietcong en 1968, en donde el oficial apunta con su revólver antes de atravesarle el cráneo de un disparo. No deja uno de asombrarse de nuevo con la de super famélicos niños en la Biafra de 1969 que mucho sirvió de protesta contra el hambre y la guerra. Y está la imagen macabra del ecologismo emergente cuando un esquimal mata a un oso polar a punta de batazos. Qué no decir de una carretera donde niños y niñas desnudos huyen despavoridos con su cara de terror en el Vietnam de 1972 y la imagen a color del hambre en Uganda por 1980, cuando una pequeña mano esquelética parece pedir auxilio y compasión al estar sobre una sana, blanca y fuerte, semejando el proemio a la de Kevin Cárter que ganó el Premio Pulitzer de 1984 donde un gallinazo aguarda con paciencia la agonía de un niño negro para devorarlo e inclusive la del hombre cayendo de una de las torres gemelas aquel fatídico once de septiembre. La literatura, como la fotografía y el cine, testimonian los momentos cruciales y paradigmáticos de la humanidad, buscando sensibilizar a la gente contra esas injusticias.

martes, 6 de octubre de 2009

VEINTE AÑOS SIN NÉSTOR MADRID MALO

Fue alrededor de Café literario, una revista inolvidable que mantuvo a lo largo de no pocos años, donde pudimos estar cerca de su generosa manera de ser y a una simpatía que nos dejaba olvidar sus cargos de gobernador o de notario, de político en vacaciones o de estudioso de la Constitución, de catedrático o de historiador apasionado. Porque por encima de los oficios que tuvo que desempeñar para vivir, era, en esencia, un enamorado indeclinable de la literatura y un juicioso analista de nuestro pasado. Desde hace veinte años cuando dijo adiós en 1989, apenas a los setenta y un años, pudiera decirse con certeza que Néstor Madrid Malo no pasó inadvertido por la historia de Colombia a la que tempranamente le había entregado sus entusiasmos desde Hojas literarias, el suplemento dominial del diario del Caribe, pero en esencia como director fundador de la revista Café Literario mantenida con sus propios recursos y entusiasmo durante una década. Como un enamorado de Pablo Neruda, a los cuarenta años nos entregó un sesudo ensayo sobre Los versos del capitán y llegaron otros libros que comenzaban a reivindicar la memoria y los actos del precursor Nariño o generaba análisis a la política como espectáculo. Pero de lo que se trata en el fondo es el de evocar a un escritor costeño que supo cumplir una importante tarea que valoraba y difundía, discutía y proyectaba un necesario debate sobre la literatura a través de su barco de papel. Porque como bien lo trae a cuento Fernando Ayala Poveda en su Manual de Historia Colombiana, era de quienes creían en el diálogo por encima de la violencia, como si evocara la famosa frase de Darío Echandía que afirmaba cómo era mejor echar paja que echar bala. Le gustaba conversar y se dolía de cómo los afanes de un tiempo que empezaba a ser imparable en la acción lejana al humanismo nos quitara esa delicia por los horrorosos atafagos del día.

Su amistad con Juan Lozano y Lozano y todos aquellos escritores de su generación, nunca le impidió montar cofradía con otros más jóvenes que comenzaban entonces como Ramón Illán Bacca o el mismo Gustavo Bell. Fue quizá su contacto permanente con la universidad la que vino dejándole el gusto por escuchar y compartir a los recientes valores del país, puesto que escritores de diversas regiones encontraban en él la palabra oportuna, el cuidado a sus trabajos y la insinuación cariñosa del maestro. Pero eran los tiempos de la conversación con otros porque aún sólo quería hacerlo siempre a lo largo de la disciplina con sus columnas periodísticas permanentes, con sus poemas en los cuales buscaba recobrar sus sueños o dejar la memoria de ellos, sin interesarse en indagar formas diferentes a las tradicionales, pero cumpliendo con la impecabilidad del soneto o los cuartetos que referían a sus abuelos nunca conocidos, sus amores e inclusive su patria, el río o las impresiones de los viajes enfrentado a la antigua grandeza del imperio romano. El navegante impajaritable que recorría la poesía colombiana y dejaba sus antologías, que se adelantó a los ecologistas cuando termina atreviéndose a seleccionar lo que tuviera canto al árbol, también era diestro en acometer cuentos y obras de teatro, en publicar ensayos y variaciones con lo riguroso de un observador pertinaz, inclusive como abogado defensor de los trabajadores o como jurista abordando temas de ciencia política y derecho constitucional. Todo este panorama de su acción que lo muestra como el humanista íntegro que fue, podría completarse al verlo que igualmente se apasionaba con cargos como Consejero de Embajada o Director de Planeación Nacional, como asesor jurídico de empresas o de sindicatos, Magistrado, Gobernador del Atlántico, conjuez o notario. Desde el café o la literatura partía descomplicadamente a la academia de historia o a la de la lengua de las cuales era miembro y regresaba con pasmosa tranquilidad a escribir o conversar. Aquel 21 de agosto de 1989 cuando supimos la noticia de su muerte, muchos escritores colombianos, desde la provincia, nos sentimos disminuidos y más huérfanos porque se acababa de marchar un hombre irrepetible.

LA MUJER DIFÍCIL DE LIBARDO VARGAS

Una mujer difícil y otros textos breves, me regresan como lector de Libardo Vargas a su impecable prosa rítmica, al ingenio en la selección de sus temas, al impacto por la acertada economía del lenguaje, al recurso nada fácil de sus finales sorpresivos y al paisaje del desasosiego con sus personajes mordiendo siempre la derrota. Se trata de un autor más que decoroso en medio de una región donde abunda la publicación de libros de una cuestionable calidad. Particularmente en esta obra, Libardo Vargas parece jugársela toda en la búsqueda incesante de argumentos curiosos que rayan en lo insólito de una ficción habitada de asombros. Es este el primer volumen de cuentos que históricamente en el Tolima se cubre todo del relato breve, la mini ficción, el mini cuento, el micro cuento, en fin, cuanto apelativo colocan los buscadores de nombres para bautizar una manera de narrar pequeñas pero luminosas historias. Tal género empieza a imponerse con demasiada fuerza en América Latina, un continente perezoso para leer obras de gran aliento como no ocurría en el pasado, pero que ahora, con lo refulgente de la abreviación, hacen del relámpago su luz y su morada, así no quede más allá de la sorpresa inicial sino lo radiante del instante, la mayor parte de las veces sin profundidad.
Sin duda, Libardo Vargas tiene aquí con qué seguir como un escritor destacado dentro del panorama de la literatura colombiana. Pero no es gratuita su salida sino el producto de la reflexión y de un oficio asumido con verdadera responsabilidad, alejado de la improvisación y del azar. Él ha demostrado gran rigor en cuanto a la publicación de sus libros porque no conserva el afán de darlos a conocer antes de tiempo. Son cuatro volúmenes de cuentos a lo largo de veinte años dentro de un oficio literario en el que lleva ya, por lo menos, el no despreciable espacio de tres décadas. Su vocación temprana por la lectura y la escritura de textos, por la investigación y el análisis, por la mesura y la serenidad alejada de los aspavientos arribistas y de figuración, nos dejan al frente de quien asume la tarea con compromiso y con talento, hasta el punto en que el resultado de su disciplina lo tiene ya en el inventario indispensable y poco numeroso de los autores del Tolima para Colombia y América Latina. Es un escritor cuya obra no sólo ha sido seleccionada para integrar varias importantes antologías y para ser galardonado en concursos literarios, sino que abunda en su brevedad y en la acertada eficacia.
El de Libardo Vargas es un libro que gusta como una muchacha bonita muy bien puesta y con la que uno puede acompañarse sin sentir cansancio. Por el contrario, como en los esplendorosos momentos del amor, el tiempo pasa sin advertirlo para dejarnos al final la grata sensación de haber estado convenientemente acompañados. Y eso que no son pocos los malos minutos por historias que debido a su trama nos indignan y nos alborotan la conciencia. Lo bueno, en conclusión, es que al leer tanto libro indeseable por lo mal escritos y de los que abundan por el entorno, aquí nos encontramos con un narrador de altos quilates.
Sus temas aluden a una época actual en donde tienen su espacio los equívocos médicos, la nostalgia por la esquina del barrio, el humor y la ironía como un componente escaso en nuestra literatura. Qué no decir de los sarcasmos y las parodias, de los ribetes poéticos en algunas historias, de los bancos o de los edictos, de los avisos clasificados o la globalización, de los currículos o de las amantes de fin de semana, de los diarios íntimos o las llamadas por celular, de las oficinistas y las anoréxicas, de los perdones y de los olvidos, del espacio público, de la moda y de las estadísticas, de las cifras oficiales o de la retórica, de la farsa de la vida social con su maquillaje continuo de hipocresía, en fin, un universo maravilloso que remata con textos para especialistas al ficcionalizar obras, escritores y personajes literarios con un fino y bien manejado simulacro. Sin decepción alguna y en la seguridad de disfrutarlo, bien vale la pena acercarse a las páginas con que Libardo Vargas regala con su oficio a los lectores colombianos, luego de varios años de silencio calculado.