lunes, 20 de abril de 2009

El día del idioma y el del libro

Carlos Orlando Pardo

Nada mejor que las celebraciones para reflexionar alrededor de vidas y de hechos que ayudan a la nuestra, tal como ocurre ahora este 23 de abril cuando en el mundo de habla hispana la fiesta es con motivo del idioma y el libro. Es afortunada la efemérides, mucho más cuando nuestra lengua es cada vez peor tratada y las estadísticas marcan un descenso lastimoso en la lectura. Pareciera que la crisis de la humanidad atravesara sin compasión todas las esferas, pero en particular esta, sin duda, afecta la convivencia, el crecimiento intelectual y del espíritu, el profesional y el de la formación. Pero no se trata de las lamentaciones sino de evitar siempre, en lo personal y colectivo, que ese abismo crezca más allá de lo siquiera imaginado por los más perspicaces novelistas. Cervantes pensaba que la pluma es la lengua de la mente y decía José Martí que saber leer es saber andar y saber escribir es saber ascender. Nos vamos quedando sin la pluma, sin el camino y sin el ascenso por no conservar la costumbre de buscar hablar bien ni de querer leer. Porque si la cultura es la buena educación del entendimiento, como afirmaba Benavente, ella se refleja en las limitaciones que nos regalamos por falta de esta práctica. Dicen que en la desaparecida Atlanta, la felicidad consistía particularmente en que la sociedad con todas sus edades se dedicaba al placer de la enseñanza y al del aprendizaje, al buen manejo de su idioma y al placer de viajar entre los libros. No fue aquel un sueño perdido sino encontrado, para que, por ejemplo Simón Bolívar, pensara que el objeto más noble que puede ocupar el hombre es ilustrar a sus semejantes o entender que un hombre sin estudio es un ser incompleto. Tal vez la coincidencia se ofrece cuando muchos años después, frente a los reyes en Estocolmo, el premio Nóbel francés Claude Simón, dijera que la educación es una segunda existencia dada al hombre por cuanto esa vida moral es tan apreciable como la vida física. De allí que pensemos en tener sobre las manos la carga preciada de un tesoro, porque como escribiera Benjamín Franklin, si un hombre vacía su monedero en su cabeza, nadie se lo podrá quitar puesto que la inversión en el conocimiento siempre paga el mejor interés. Y es que atravesamos la era del saber como la mejor forma del poder y como una espada que se blande para enfrentar los muchos males que como las plagas de Egipto corren por nuestro territorio. Creemos con Albert Einstein que nunca hay que considerar el estudio como una obligación sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber. Y es precisamente por eso que nos enfrentamos a la imperiosa necesidad no sólo de soñar con ser mejores, con hablar y escribir bien, con leer sin pereza y con pasión, sino alcanzarlo como si no fuera difícil emprender la marcha de ir ascendiendo por una larga escalera hacia el cielo. Ya un pedagogo afirmó que la mejor vacuna contra la violencia es la educación, como si entendiera con Plutarco que el cerebro no es un vaso por llenar sino una lámpara por encender. Porque como alguien atestiguaba, el principal objeto de la educación no es el de enseñarnos a ganar el pan, sino en capacitarnos para hacer agradable cada bocado. Sin embargo, cuando no se tiene respeto por utilizar una lengua como debe ser, cuando los malos entendidos parten de un equivocado uso de las palabras y sus términos, cuando la comunicación se pierde si no usamos adecuadamente la lengua, cuando estamos en las tinieblas por ignorar la memoria y las ilusiones de la humanidad que está en sus libros, vivimos un limbo absurdo que nos impide el placer de la luz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario