El corazón de Colombia
Por: William Ospina
HACE CINCUENTA AÑOS, MI PADRE, perseguido por liberal, buscaba un refugio en las montañas del norte del Tolima.
Alguien le habló de Santa Teresa, un corregimiento del Líbano donde todos los hombres eran liberales, y eso bastó para que empacara las escasas medicinas de su farmacia y emprendiera el viaje con su esposa y sus cuatro hijos, tratando de sobrevivir.
El Líbano produjo en mi madre una inconsolable sensación de lejanía, aunque estaba a pocas horas de la tierra de mis abuelos, en el cañón del Guarinó, mirando hacia Caldas. Y Santa Teresa le pareció triste, porque llegamos en uno de esos días en que la niebla lo cubre todo y hay en el cielo como una inminencia de fin del mundo.
Yo tenía cinco años, y mi primer recuerdo del pueblo es una salida con mi hermano Jorge Luis a explorar las calles en uno de los escasos días de sol. Vimos tapiadas las puertas de la iglesia, pero por una pared lateral había un orificio o una puerta rota, y mi hermano, explorador temerario de siete años, me hizo entrar en aquel espacio clausurado. Nunca olvidamos el espectáculo: las hierbas habían brotado del piso, subían enredaderas por las columnas, el altar estaba mordido por la vegetación, un raudal poderoso caía de un agujero del techo, y los santos en sus nichos estaban amortajados en telas de araña. Ahora mi madre me reprocha no haberle contado aquella incursión, aquella visión, pero los niños imprudentes que se atreven a entrar donde está prohibido deben ser cautelosos en el relato de sus aventuras.
Eran años salvajes. Dos temibles leyendas, Desquite y Sangrenegra, comandaban su chusma en las montañas cercanas y cada día ocurrían hechos atroces que nunca vimos, porque los padres evitaban que llegaran a nuestros ojos. Pero los niños lo escuchan todo y el horror nunca visto nos llenó la imaginación.
Recuerdo jinetes armados pasando por calles de niebla, donde volaban rancheras y tristes boleros. Recuerdo el día en que un fragor en el cielo interrumpió las clases y todos salimos a ver la bandada de helicópteros que venía a pacificar la región. En Colombia las soluciones originales de los gobernantes son el eterno retorno de lo mismo. Recuerdo a la numerosa familia Vargas, la lista de cuyos nombres era para mí una canción. Y recuerdo a don Ruperto Beltrán que nos embrujó cada noche con los cuentos que llenaban su memoria, un arte narrativo al que nunca pudo reemplazar la televisión. Los niños esperábamos ansiosos el atardecer para escuchar sus relatos de las Mil y una Noches, de Grimm y muchos otros que después fuimos encontrando en los libros. Pero el cuento mejor no lo encontramos nunca. Años después, cuando intenté visitarlo de nuevo, el viejo Beltrán había muerto, y en 1985, su mujer, mi última esperanza de que alguien conociera el relato, estaba en Armero cuando llegó la avalancha que se llevó hasta la tumba de su marido.
Esto se lo había contado yo hace unos meses a Carlos Orlando Pardo y a Jackie, y lo volví a contar en un libro en homenaje a los maestros, donde me pareció justo mencionar a aquel anciano que me asomó a la literatura. Carlos Orlando vio que la fuente de mis desvaríos literarios eran aquellas vigilias y me propuso que volviéramos al Líbano, cincuenta años después. Invitó a esos queridos escritores y amigos, Héctor Sánchez, Carlos Alberto Celis y Benhur Sánchez, invitó a Jackie y a su pequeña hija, a su madre, la querida Gloria Inés, a Jorge Eliécer y Elsa, a Pablo Pardo y a María Inés Guzmán a un festivo retorno; yo convencí a mis padres y a mi hermano Juan Carlos, y esta semana emprendimos el regreso.
El Líbano, corazón geográfico de Colombia como nos lo ha revelado Yamel López, en una grata tertulia, es una joya escondida. Tal vez sólo el hecho de no estar sobre una carretera central que permita el paso hacia otras regiones, ha asordinado la importancia que tiene para nuestro país. Bastaría una hermosa avenida que haga más tentador el ingreso para devolverle su protagonismo y convertirlo en el destino de muchos viajeros, después de que Armero fue borrado de la tierra. Este protagonismo ha sido sobre todo económico y cultural. Hijo de la colonización antioqueña en tierras del Tolima, el Líbano fue por décadas uno de los más importantes centros de la cultura del café, y tuvo, frente al eje cafetero, la ventaja de estar cerca del río Magdalena, mientras para bajar la cosecha del viejo Caldas fue necesario que los ingleses construyeran el cable aéreo más largo del mundo.
Su comercio directo con Europa posibilitó que por Líbano entraran muchas de las ideas revolucionarias de comienzos del siglo XX y que allí se formara una élite cultural que ha dejado su huella en la cultura colombiana. Desde Isidro Parra, su fundador, Líbano ha sido cuna de ilustres intelectuales, hasta llegar a Eduardo Santa, respetado historiador, Alberto Machado, Germán Arango, y a la generación de escritores y gestores culturales de la que forman parte Germán Santamaría, Gonzalo Sánchez, Carlos Orlando Pardo, Jorge Eliécer Pardo, Manuel Giraldo y Carlos Flaminio Rivera. Y ahora yo me apresuro a sumarme a esa lista, porque generosamente el alcalde Humberto Santamaría me ha declarado hijo del Líbano.
Ha sido hermoso ver a mi padre de 88 años recordar rostros y lugares. Al ex alcalde Malagón le dio un testimonio de los buenos tiempos de antes. Acababa de abrir su farmacia cuando Eusebio Malagón, desconocido para él, después de ver el sitio le dijo: “Esa mercancía que usted tiene no es suficiente, tiene que surtir mejor su negocio”. Mi padre le respondió que era todo lo que tenía en el mundo. Malagón lo trajo al día siguiente hasta Líbano y respaldó el crédito con el que surtiría su farmacia.
Algún día llegaremos a Santa Teresa y a las memorias agazapadas en cada esquina. Mientras tanto, hemos vuelto a una tierra mágica y generosa donde, en medio de las durezas de la historia, grandes y pequeños sólo conservan el recuerdo de perdurables regalos.
Por: William Ospina
HACE CINCUENTA AÑOS, MI PADRE, perseguido por liberal, buscaba un refugio en las montañas del norte del Tolima.
Alguien le habló de Santa Teresa, un corregimiento del Líbano donde todos los hombres eran liberales, y eso bastó para que empacara las escasas medicinas de su farmacia y emprendiera el viaje con su esposa y sus cuatro hijos, tratando de sobrevivir.
El Líbano produjo en mi madre una inconsolable sensación de lejanía, aunque estaba a pocas horas de la tierra de mis abuelos, en el cañón del Guarinó, mirando hacia Caldas. Y Santa Teresa le pareció triste, porque llegamos en uno de esos días en que la niebla lo cubre todo y hay en el cielo como una inminencia de fin del mundo.
Yo tenía cinco años, y mi primer recuerdo del pueblo es una salida con mi hermano Jorge Luis a explorar las calles en uno de los escasos días de sol. Vimos tapiadas las puertas de la iglesia, pero por una pared lateral había un orificio o una puerta rota, y mi hermano, explorador temerario de siete años, me hizo entrar en aquel espacio clausurado. Nunca olvidamos el espectáculo: las hierbas habían brotado del piso, subían enredaderas por las columnas, el altar estaba mordido por la vegetación, un raudal poderoso caía de un agujero del techo, y los santos en sus nichos estaban amortajados en telas de araña. Ahora mi madre me reprocha no haberle contado aquella incursión, aquella visión, pero los niños imprudentes que se atreven a entrar donde está prohibido deben ser cautelosos en el relato de sus aventuras.
Eran años salvajes. Dos temibles leyendas, Desquite y Sangrenegra, comandaban su chusma en las montañas cercanas y cada día ocurrían hechos atroces que nunca vimos, porque los padres evitaban que llegaran a nuestros ojos. Pero los niños lo escuchan todo y el horror nunca visto nos llenó la imaginación.
Recuerdo jinetes armados pasando por calles de niebla, donde volaban rancheras y tristes boleros. Recuerdo el día en que un fragor en el cielo interrumpió las clases y todos salimos a ver la bandada de helicópteros que venía a pacificar la región. En Colombia las soluciones originales de los gobernantes son el eterno retorno de lo mismo. Recuerdo a la numerosa familia Vargas, la lista de cuyos nombres era para mí una canción. Y recuerdo a don Ruperto Beltrán que nos embrujó cada noche con los cuentos que llenaban su memoria, un arte narrativo al que nunca pudo reemplazar la televisión. Los niños esperábamos ansiosos el atardecer para escuchar sus relatos de las Mil y una Noches, de Grimm y muchos otros que después fuimos encontrando en los libros. Pero el cuento mejor no lo encontramos nunca. Años después, cuando intenté visitarlo de nuevo, el viejo Beltrán había muerto, y en 1985, su mujer, mi última esperanza de que alguien conociera el relato, estaba en Armero cuando llegó la avalancha que se llevó hasta la tumba de su marido.
Esto se lo había contado yo hace unos meses a Carlos Orlando Pardo y a Jackie, y lo volví a contar en un libro en homenaje a los maestros, donde me pareció justo mencionar a aquel anciano que me asomó a la literatura. Carlos Orlando vio que la fuente de mis desvaríos literarios eran aquellas vigilias y me propuso que volviéramos al Líbano, cincuenta años después. Invitó a esos queridos escritores y amigos, Héctor Sánchez, Carlos Alberto Celis y Benhur Sánchez, invitó a Jackie y a su pequeña hija, a su madre, la querida Gloria Inés, a Jorge Eliécer y Elsa, a Pablo Pardo y a María Inés Guzmán a un festivo retorno; yo convencí a mis padres y a mi hermano Juan Carlos, y esta semana emprendimos el regreso.
El Líbano, corazón geográfico de Colombia como nos lo ha revelado Yamel López, en una grata tertulia, es una joya escondida. Tal vez sólo el hecho de no estar sobre una carretera central que permita el paso hacia otras regiones, ha asordinado la importancia que tiene para nuestro país. Bastaría una hermosa avenida que haga más tentador el ingreso para devolverle su protagonismo y convertirlo en el destino de muchos viajeros, después de que Armero fue borrado de la tierra. Este protagonismo ha sido sobre todo económico y cultural. Hijo de la colonización antioqueña en tierras del Tolima, el Líbano fue por décadas uno de los más importantes centros de la cultura del café, y tuvo, frente al eje cafetero, la ventaja de estar cerca del río Magdalena, mientras para bajar la cosecha del viejo Caldas fue necesario que los ingleses construyeran el cable aéreo más largo del mundo.
Su comercio directo con Europa posibilitó que por Líbano entraran muchas de las ideas revolucionarias de comienzos del siglo XX y que allí se formara una élite cultural que ha dejado su huella en la cultura colombiana. Desde Isidro Parra, su fundador, Líbano ha sido cuna de ilustres intelectuales, hasta llegar a Eduardo Santa, respetado historiador, Alberto Machado, Germán Arango, y a la generación de escritores y gestores culturales de la que forman parte Germán Santamaría, Gonzalo Sánchez, Carlos Orlando Pardo, Jorge Eliécer Pardo, Manuel Giraldo y Carlos Flaminio Rivera. Y ahora yo me apresuro a sumarme a esa lista, porque generosamente el alcalde Humberto Santamaría me ha declarado hijo del Líbano.
Ha sido hermoso ver a mi padre de 88 años recordar rostros y lugares. Al ex alcalde Malagón le dio un testimonio de los buenos tiempos de antes. Acababa de abrir su farmacia cuando Eusebio Malagón, desconocido para él, después de ver el sitio le dijo: “Esa mercancía que usted tiene no es suficiente, tiene que surtir mejor su negocio”. Mi padre le respondió que era todo lo que tenía en el mundo. Malagón lo trajo al día siguiente hasta Líbano y respaldó el crédito con el que surtiría su farmacia.
Algún día llegaremos a Santa Teresa y a las memorias agazapadas en cada esquina. Mientras tanto, hemos vuelto a una tierra mágica y generosa donde, en medio de las durezas de la historia, grandes y pequeños sólo conservan el recuerdo de perdurables regalos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario